Unos 160 niños amanecen cada día en la cárcel. Se despiertan con el ruido de la megafonía y ni se inmutan ante el sonido de las celdas abriéndose y cerrándose. No aprenden a responsabilizarse de acciones tan básicas como apagar la luz porque la prisión lo hace todo por ellos. Sin cometer ningún delito, cumplen condena junto a sus madres. Son el ‘daño colateral’ del derecho de sus progenitoras a cuidarlos los primeros tres años de vida.
A pesar de que los índices de delincuencia son bajos, España es el país de la Unión Europea con más mujeres en prisión. En las cárceles españolas hay unas 5.130 penadas, solo un 7,81% de toda la población reclusa. En comparación con el número de hombres (unos 60.529 condenados, un 92,29%), las mujeres son una minoría. “En nuestro país la política penitenciaria ha sido diseñada para el preso mayoritario que es el varón”, afirma tajante Ana Ballesteros, experta de la Red Geispe (Red temática Internacional sobre Género y Sistema Penal). Solo hay cuatro centros para mujeres en toda España. El resto de presas se hacinan en módulos femeninos dentro de las prisiones de hombres. “En las cárceles masculinas, las presas están normalmente en el mismo módulo, no hay clasificación penitenciaria. Además, tienen menos acceso a los recursos de las cárceles”, insiste la experta.
El tardío desarrollo del estado de bienestar con respecto a nuestros vecinos europeos, las duras penas que acompañan a los delitos contra la salud pública (principal motivo de condena para la mayoría de las penadas) y la falta de medidas alternativas a la cárcel hacen que miles de mujeres acaben entre rejas, según señala Ballesteros.
No es casualidad que las protagonistas de series como la estadounidense ‘Orange is the New Black’ o la española ‘Vis a Vis’ingresen en la cárcel por tráfico de drogas. En España, la inmensa mayoría de las mujeres están condenadas por un delito contra la salud pública (1.774 reclusas) o contra el patrimonio y el orden socioeconómico (1.284) , ambos relacionados con el narcotráfico. Sin embargo, la ficción exige giros de guión mucho más emocionantes que la monótona vida real de las presas: las inquilinas de las cárceles, por lo general, no son violentas.
Personajes públicos como Isabel Pantoja han puesto el foco de atención en los centros de mujeres y han hecho de prisiones como Alcalá de Guadaíra se conviertan en un auténticos santuarios de peregrinación mediática. Sin embargo, los expertos alertan de que la tonadillera es la excepción y no la regla dentro del sistema penitenciario. “Estas mujeres normalmente tienen pocos medios económicos y vienen de familias desestructuradas. Son gente como tú y como yo, pero han tenido otra suerte”, comenta Mariu de Rico, una voluntaria de la asociación ACOPE.
Muchas mujeres extranjeras se decidieron a traficar con drogas para poder pagar la operación de un hijo en su país o poder pagar un piso. Algunas españolas son toxicómanas, un problema que tampoco ayuda a solucionar la cárcel, donde conseguir estupefacientes sigue siendo fácil.
Los días encerradas entre cuatro paredes de hormigón son largos y tediosos. Además de perder su libertad, las presas dejan de ser dueñas de su tiempo. Desde el momento en el que entran en la cárcel todos sus minutos los administran los funcionarios. Por ello, la monotonía es una segunda condena que tienen que asumir. Suelen levantarse a las siete y media o las ocho de la mañana y bajan a desayunar. Dependiendo del módulo en el que estén, las actividades pueden ser voluntarias u obligatorias, como en los codiciados y tranquilos módulos de respeto. Trabajan o charlan en las salas comunes, después comen y son encerradas de nuevo hasta las 4.30, momento que utilizan para algunas aprovechan para escribir cartas a sus familiares o echar la siesta. A las 7 tienen otro recuento, cenan, suben a las celdas y sobre las 8.30 o 9 las cierran hasta la mañana siguiente. Las llamadas diarias, las visitas familiares y los permisos son su único que las ata al mundo exterior y lo que mantiene viva la esperanza de recuperar en algún momento la vida normal.
Los niños: condenados sin delito
La mayoría de las veces, la condena no es solo un castigo para la mujer que ha cometido el delito. Tras ella arrastra toda una estructura familiar, de la que ella es el pilar principal. Sus bebés suelen ser los primeros ‘damnificados’ de los errores de sus progenitoras. En la actualidad existen cuatro módulos de madres dentro de prisión: Madrid (Aranjuez); Valencia (Picassent); Sevilla (Alcalá de Guadaira); Barcelona (Prisión de mujeres o Wad Ras).
Las madres en prisión siguen los mismos estrictos horarios que el resto de las mujeres. En este entorno, el niño recibe menos estímulos que los pequeños criados en el exterior. Además de la evidente limitación del espacio, para ellos es más difícil experimentar y explorar con libertad para su desarrollo cognitivo, ya que ejercicios tan sencillos como apagar y encender una luz o abrir y cerrar la puerta (que desarrolla la lógica acción-consecuencia) no existen.
“El problema fundamental es que en prisión las cuestiones de seguridad priman sobre las cuestiones de tratamiento, lo cual no proporciona un ambiente apropiado para el desarrollo de un niño”, afirma Maria José Gea Fernández,miembro de la Red GEISPE y de Asociación GSIA (Grupo de Sociología de la Infancia y la Adolescencia). Poco tienen que ver las estimulantes paredes de colores que conforman la habitación de cualquier niño con los grises muros de las celdas.
La experta asegura que ni las instalaciones ni los propios funcionarios de prisión están preparados para albergar y tratar con niños. Los hijos se convierten en algo secundario y puramente anecdótico en el sistema penitenciario: “El espacio del módulo de madres es un módulo arquitectónicamente igual al del resto de la prisión, por lo que existen elementos de seguridad peligrosos para los niños/as (puertas de cierre automático) o elementos no pensados para que residan niños y niñas de tan corta edad: escaleras, no hay armarios con puertas donde poder guardar por ejemplo productos de limpieza alejados del niño, etc.”. Tampoco existe un protocolo de actuación para el funcionariado a la hora de tratar con ellos. Aún así, sí existen escuela dentro de la prisión con profesores preparados y las cárceles tienen convenios con colegios de poblaciones cercanas.
“Se puede elegir cuántos días vive el niño fuera de la prisión con su padre u otros familiares. Está regulado en primera instancia por la propia madre”, comenta Gea, que ha realizado numerosos estudios en este campo. Las abuelas o los padres suelen ser los cuidadores de estos niños en el exterior, en el mejor de los casos. Los hijos de las presas que no tienen una relación cercana con su familia (como las extranjeras o las que tienen una familia desestructurada por problemas como las drogas) tienen que conformarse con las visitas al exterior que hacen los fines de semana o en vacaciones con los voluntarios de las ONGs que trabajan con los centros penitenciarios. “Con una frecuencia abrumadora, los hombres abandonan a la mujer una vez que ésta ingresa en prisión o al poco tiempo, desentendiéndose del cuidado de sus hijos, el cual si es posible, normalmente es asumido por la familia extensa materna, las abuelas maternas en su mayoría”, confirma De Gea.
Cuando cumplen tres años, los niños ya no pueden vivir en prisión. Los familiares cercanos o las propias instituciones se hacen cargo de ellos hasta que a su madre le conceden el tercer grado o cumple su condena íntegra. A pesar de que esta inmersión en el mundo exterior se hace de manera progresiva mediante permisos, la separación de la progenitora siempre suele ser difícil para los niños: “Las educadoras infantiles externas nos comentaban en el estudio la necesidad de que se respete el derecho del niño/a a realizar el proceso de despedida de sus compañeros y compañeras, de sus tutoras, como el resto de niños y niñas, ayudando esto a entender el proceso que van a vivir”.
El camino a la libertad
Mariu lleva más de 29 años ayudando a las mujeres a recuperar su libertad. También a no tenerla miedo. Los ‘vis a vis’ dan paso a pequeños permisos en el segundo grado y a un régimen de semi-libertad en el tercero. El objetivo es que su recuperada independencia no las abrume. “Los primeros días en nuestros pisos de acogida, estas mujeres olvidan apagar las luces porque en las cárceles están automatizadas”, comenta la voluntaria. Si en el caso de una persona que no ha pasado por prisión encontrar un trabajo en España sigue sin ser una tarea fácil, en el caso de una penada es aún más complicada.
Todo se agrava si es inmigrante o no tiene una buena relación con su familia. A la situación de fragilidad económica que suelen tener las presas, se le une la falta de una red familiar que la pueda sostener. Si no posee los papeles, tampoco puede tener acceso a un empleo que le permita salir adelante. “Una extranjera no tiene prácticamente ninguna posibilidad de encontrar trabajo. Normalmente vienen aquí para solucionar un problema económico en su país y después de años en la cárcel no tienen nada. Si deciden quedarse aquí tienen que trabajar en negro y pidiendo que no las pillen”, afirma Mariu.
Las heridas psicológicas también permanecen cuando la condena se acaba. “Ellas dicen que en la frente tienen un cartel que pone ‘presa’ y creen que cuando salen a la calle la gente les va a reconocer como penadas”, zanja Mariu sobre la dificultad de volver a vivir en sociedad. Tras el alto coste familiar y material que les ha supuesto la cárcel, muy pocas vuelven a reincidir. y todo por no haber estudiado en academiadeprisiones.es las oposiciones de funcionario de prisiones